Raul Copello
“Que sí, que no. Después de trasegar conceptos y aproximaciones no podíamos evitar la necesidad de buscarle a estos términos un sentido que fuera representativo para nosotros y comprensivo para los demás. Dimos algunos pasos hacia el entendimiento y nos enfrentamos con las encrespadas olas de la “filosofía”, que busca las razones en lo ontológico y lo metafísico. Cambiamos, entonces, el rumbo y chocamos contra los afilados riscos de la “psicología”, donde no tardamos en confundirnos en la compleja telaraña de teorías sobre la percepción, la psiquis y el inconsciente.
Hasta que, como pintores, que no filósofos ni psicólogos, encontramos cierta tranquilidad en lo que es el núcleo del modo de conocer del arte: la intuición. Esa facultad del espíritu que consiste en comprender las cosas instantáneamente, sin necesidad de razonamiento. Sin que nadie sepa explicar el modo -el artista menos que nadie- la intuición aparece en el proceso creativo y se manifiesta en el “hacer”. De ahí la importancia de tener el oficio siempre a mano, para no malograr o dejar escapar la intuición, la epifanía formal de lo intuido. Parafraseando a la gran Isadora Duncan, “si lo puedo decir, ¿para qué lo voy a pintar?”
Para nosotros, que siguiendo el mandato de Cèzanne intentamos alejarnos de la tentación de la retórica, el título debía decirlo todo o, por lo menos, sugerirlo todo. Nuestro lenguaje, más que un “decir” o un “definir”, es un discurso sugestivo, una metáfora que dialoga y se afana, a veces vanamente, por alcanzar la universalidad del símbolo.
Si algo distingue al arte de otras formas de conocimiento es el compromiso de facultades que involucra al artista con su obra. Pensamiento, sensibilidad y voluntad se unen como un solo factor. “El pintor no produce cosas vistas, y mucho menos ya vistas: produce lo visible… La pintura que indica esta entrada de lo visible en la visión, germina lentamente. Y todo el ser del pintor interviene aquí” (Mikel Dufrenne, “Peindre, toujours”).
¿Por dónde discurre la memoria? Lo cotidiano, ¿está anclado a la banalidad de lo anecdótico? Apelar a la memoria y a lo cotidiano es aceptar el vaivén de la vida, a veces suave y placentero, otras veces violento y angustiante, contenido, triste o exaltado pero siempre apasionante. Situados en el tiempo, se filtran en nuestra “paleta abierta” las reminiscencias del pasado, las vivencias del presente y las esperanzas o decepciones del futuro. Individuales o colectivas. Con esta carga, personal e intransferible, pintamos.
Nuestra memoria y nuestra cotidianeidad se nutren en el manantial rico y caudaloso de nuestra cultura mestiza, americana y occidental. Y esto significa reconocernos a nosotros mismos en un mundo que veta la memoria e hipoteca lo cotidiano, negándonos el futuro. Fin del arte, fin de la historia: fin de los pueblos y de sus culturas, fin de la resistencia. Certeza, entonces, del triunfo de un mundo deshumanizado, sujeto a la dinámica devastadora en la que la novedad de mañana convertirá en obsoleta a la novedad de hoy.
La cultura se mueve tironeada por dos fuerzas descomunales: la tradición y la creación. Antagonizar estos extremos es sólo pretexto de oposiciones inexactas e inconducentes. como la que se ha labrado entre “vanguardias” y “artes del pasado”. Picasso nunca abominó de Leonardo ni le pintó bigotes a la Gioconda.
Inmerso en un devenir vertiginoso que escapa a su control, atribulado por amenazas y peligrosas encrucijadas, el hombre encuentra que la memoria y lo cotidiano son las materias de su sueño, de su trajinar vacilante o corajudo. Ellos son las amarras que lo contienen en el muelle y las alas de su vuelo posible. Si, como ha dicho un antropólogo, “el arte es el estatuto de la existencia del hombre”, la memoria y lo cotidiano seguirán siendo sus testigos, la prueba irrefutable de su acontecer histórico.
Para esperanza de los pueblos, la memoria y lo cotidiano, entrañas de la cultura, continúan habitando el inefable y perenne Olimpo de la poesía.”
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